jueves, 8 de agosto de 2013

Historia de una amapola

Las briznas de hierba seca se elevan hacia las nubes como rayos de sol anclados en la tierra. La brisa las araña con delicadeza, como una enemiga que se reprime o, tal vez, una amada que teme. Perdida en el rubio prado hay también una amapola con los pétalos abiertos como la mano de quien pide limosna, que no despierta compasión en los nudosos corazones de los árboles circundantes.

Una sombra se cierne sobre la flor solitaria y oscurece sus pétalos mustios. Es una nube de tormenta. El viento aúlla y la amapola se inclina. Comienza a lloviznar. El agua que cae sobre su corazón negro y se acumula pesa demasiado y su frágil tallo se parte. Ahora yace en el suelo, moribunda, mientras la tormenta inclemente la deforma y la embarra. 

Al día siguiente, ya sólo es el fantasma de algo que fue bello, una evocación remota. Es un charco de lodo lleno de pétalos rojos y de poesías que jamás fueron escritas. Es el corazón del prado que se ahoga. Los árboles lloran esta vez. Cuando llega la brisa, lágrimas de lluvia caen de sus hojas. El aire está cargado del olor de sus pesares, olor de primavera y otoño.

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