Las
briznas de hierba seca se elevan hacia las nubes como rayos de sol
anclados en la tierra. La brisa las araña con delicadeza, como una
enemiga que se reprime o, tal vez, una amada que teme. Perdida en el
rubio prado hay también una amapola con los pétalos abiertos como la
mano de quien pide limosna, que no despierta compasión en los nudosos
corazones de los árboles circundantes.
Una sombra se cierne sobre
la flor solitaria y oscurece sus pétalos mustios. Es una nube de
tormenta. El viento aúlla y la amapola se inclina. Comienza a lloviznar.
El agua que cae sobre su corazón negro y se acumula pesa demasiado y su
frágil tallo se parte. Ahora yace en el suelo, moribunda, mientras la
tormenta inclemente la deforma y la embarra.
Al día siguiente, ya
sólo es el fantasma de algo que fue bello, una evocación remota. Es un
charco de lodo lleno de pétalos rojos y de poesías que jamás fueron
escritas. Es el corazón del prado que se ahoga. Los árboles lloran esta
vez. Cuando llega la brisa, lágrimas de lluvia caen de sus hojas. El
aire está cargado del olor de sus pesares, olor de primavera y otoño.
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