Aquella desagradable visión fue el preludio de unos días vacíos en los que reverberaba el eco de la nostalgia. La rutina me hundió en un remolino asfixiante de tareas vanas. Lo cotidiano, lejos de ser un refugio, se había convertido en un mal del que yo ansiaba escapar. Jamás imaginé que esa huida me llevaría a recorrer las calles desiertas de la ciudad durante atardeceres interminables, para traerme de vuelta a mi hogar, a mis pesadillas y a mis libros.
Cuando regresaba a casa, siempre miraba por la ventana de mi habitación contemplaba el mundo a través del cristal. La impotencia se apoderaba de mí porque aquel paisaje se me antojaba demasiado vasto para que mis palabras resonaran en la distancia. Entonces se iniciaba de nuevo esa confusa espiral, síntoma de locura incipiente, que intentaba arrojarme más allá de todos los muros y paredes, a los gélidos e inclementes brazos del invierno.
Yo me encontraba, pues, entre la espalda y la pared. Por un lado estaba aquello que yo anhelaba, una lucha perpetua contra mis propios fantasmas. Por otra parte, la seguridad del hogar, el conformismo, la comodidad, la diversión sencilla, la aceptación, el miedo al fracaso... Ambos bandos eran terriblemente poderosos. Se había iniciado una batalla interminable; una guerra civil de uno solo. En ocasiones, me preguntaba si saldría viva de ella.
Fueron necesarios varios choques de intereses enemigos para que yo me percatara de que aquella pugna no conocería final hasta mi muerte. Algún día, yo sería como aquel gato que acudió a mi portal. Me dejaría caer frente a las puertas del vacío y me deslizaría en él, no para conseguir la paz, sino porque la guerra habría llegado a su fin.
Cuando regresaba a casa, siempre miraba por la ventana de mi habitación contemplaba el mundo a través del cristal. La impotencia se apoderaba de mí porque aquel paisaje se me antojaba demasiado vasto para que mis palabras resonaran en la distancia. Entonces se iniciaba de nuevo esa confusa espiral, síntoma de locura incipiente, que intentaba arrojarme más allá de todos los muros y paredes, a los gélidos e inclementes brazos del invierno.
Yo me encontraba, pues, entre la espalda y la pared. Por un lado estaba aquello que yo anhelaba, una lucha perpetua contra mis propios fantasmas. Por otra parte, la seguridad del hogar, el conformismo, la comodidad, la diversión sencilla, la aceptación, el miedo al fracaso... Ambos bandos eran terriblemente poderosos. Se había iniciado una batalla interminable; una guerra civil de uno solo. En ocasiones, me preguntaba si saldría viva de ella.
Fueron necesarios varios choques de intereses enemigos para que yo me percatara de que aquella pugna no conocería final hasta mi muerte. Algún día, yo sería como aquel gato que acudió a mi portal. Me dejaría caer frente a las puertas del vacío y me deslizaría en él, no para conseguir la paz, sino porque la guerra habría llegado a su fin.
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